Thursday, May 17, 2018

2 de Marosa Di Giorgio

Para cazar insectos y aderezarlos, mi abuela era especial.

Les mantenía la vida por mayor deleite y mayor asombro de los clientes o convidados.

A la noche, íbamos a las mesitas del jardín con platitos y saleros.

En torno, estaban los rosales; las rosas únicas, inmóviles y nevadas.

Se oía el run run de los insectos, debidamente atados y mareados.

Los clientes llegaban como escondiéndose.

Algunos pedían luciérnagas, que era lo más caro. Aquellas luces. Otros, mariposas gruesas, color crema, con una hoja de menta y un minúsculo caracolillo.

Y recuerdo cuando servimos a aquella gran mariposa negra, que parecía de terciopelo, que parecía una mujer.



















Yendo por aquel campo, aparecían, de pronto, esas extrañas
cosas. Las llamaban por allí, virtudes o espíritus. Pero, en
verdad eran la producción de seres tristes, casi inmóviles,
                         que nunca se salían de su lugar.
Estancias al parecer, del otro mundo, y casi eternas,
porque el viento y la lluvia las lavaban y abrillantaban, cada
vez más. Era de ver aquellas nieves, aquellas cremas,
aquellos hongos purísimos... Esos rocíos, esos huevos,
                          esos espejos.
Escultura, o pintura, o escritura, nunca vista, pero, fácilmente
                          descifrable.
Al entreleerla, venía todo el ayer, y se hacía evidente
                          el porvenir.
Los poetas mayores están allá, donde yo digo.

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